Quien no se ha visto nunca discutiendo con alguien en el trabajo, en casa o en cualquier coloquio entre amigos en que cada un defiende su posición sin querer aceptar el punto de vista del otro. Cuando la discusión llega a ser acalorada, ambos gritan y ya no hay conversación sino una lucha verbal llena de ruido y pocos deseos de reconciliación o paz.
Queda claro que en una situación desagradable, nuestra primera reacción natural es ponernos a la defensiva; y si el asunto displicente resulta sernos una conversación que ha tomado un mal cariz, sólo hay una forma de vencer: Evitarla como si se tratara de una serpiente venenosa.
En un noventa por ciento de los casos, cuando acaba una discusión, cada uno de los querellantes está más convencido que nunca de que él tiene razón. Si nosotros destruimos todo argumento que plantea nuestro rival, nos sentiremos satisfechos, pero habremos dañado el orgullo del otro y como consecuencia se tomará mal nuestro triunfo.
Ahora bien, podemos preguntarnos: ¿Qué nos mueve a dar unos argumentos y no otros?. La respuesta parece sencilla: Son las vivencias, la educación en el seno familiar y en la escuela, junto a las propias aptitudes y carácter... los que determinarán nuestra forma de pensar y modos de actuación. Posiblemente si aquel con quien discutimos hubiere pasado por las mismas situaciones, experiencias y demás, pensaría igual que nosotros y entonces la discusión no tendría lugar, pero sin duda esto no es posible, además de que tampoco sería necesario el diálogo.
Quizá tengamos razón cuando discutimos, pero intentar que nuestro contrincante cambie de opinión, supondría lo mismo que si nosotros nos equivocásemos en la argumentación.
Podemos recordar unas palabras de Buda: “El odio nunca es vencido por el odio sino por el amor”; así, pues, un malentendido no acaba nunca gracias a una discusión, sino mediante el tacto, la conciliación, la diplomacia y un buen deseo de apreciar el punto de vista de los otros (empatía).