SIN CAMBIOS



A menudo oigo gente quejarse de su vida: que si ya es muy mayor; que si no hay trabajo; que si la crisis; que si están solos; que si se aburren; que si no conocen a nadie; que si no saben hacer otra cosa; que si no tienen pareja; que si no sirven para otra tarea; que si es que son tímidos; que si todo es una mierda… Y así siguen un día tras otro sin que nada cambie en sus vidas, hasta tal punto, que ya están acostumbrados a vivir de este modo. Asumen su desdicha como algo que les ha dado la vida así, sin que se pueda cambiar; sin que ellos puedan hacer otra cosa que resignarse y quejarse. Y aunque parecen no estar a gusto, es lo único que conocen y si algo tiene que cambiar, siempre les ha de venir “de fuera”, como un golpe de suerte, igual que creen que les ha venido la vida.
Pocos queremos ver y asumir que la vida que tenemos, es consecuencia de nuestro carácter y decisiones. Como todo en la vida, también nuestro carácter se ha ido formando, en este caso, con la educación y el trato recibido de nuestros padres, la cultura, las creencias, la escuela, los amigos, las vivencias, etc. Y siempre hemos tomado decisiones en función de nuestra comodidad, satisfacción, miedos, gustos y deseos, que a su vez, han estado igualmente influidos por nuestro carácter, aptitudes y entorno. Siempre nos hemos movido dentro de lo conocido. En gran medida, nos da miedo el cambio, porque nos es desconocido, por el “qué dirán”, por si “metemos la pata”, por si “hacemos el ridículo”, por si nos “hacemos daño”… Curiosamente, nunca pensamos en positivo: ¿y si triunfamos? ¿y si nos sale bien? ¿y si encontramos otro trabajo? ¿y si conseguimos pareja? ¿y si nos lo pasamos bien?
Moverse hacia lo desconocido, cambiar, requiere moverse, valor y esfuerzo. Pero en realidad, dicen que las personas tendemos más hacia la estabilidad que al cambio. Como apunta un refrán popular: “Más vale malo conocido que bueno por conocer”. Y ahí perdemos la oportunidad de mejorar nuestra existencia. Ahora, si hacemos siempre lo mismo, no esperemos que nada cambie en nuestras vidas.
LEER MÁS...

INTOLERANCIA

Dicen los románticos que persiguen las utopías, que la diversidad es enriquecedora, pero en realidad, la diversidad es fuente de los mayores conflictos. Tenemos diversidad racial, diversidad cultural, diversidad política, diversidad de opinión, diversidad de marcas... Pero en realidad, todos tenemos un fondo (o no tan fondo, sino algo más en la superficie) de intolerantes.
Por ejemplo, para empezar, a menudo no respetamos las opiniones y el deseo de los hijos, sobre los que queremos que hagan esto o aquello otro. ¡Nosotros somos los adultos! ¡Nosotros mandamos! ¡Se hace lo que yo digo! ¡Vámonos a casa! Y el niño quiere jugar en el parque.
¿Qué podemos hacer para que el niño haga lo que yo quiero? 1.- Castigarlo, abusando de nuestro poder y superioridad. 2.- Darle un azote, volviendo a abusar de nuestro poder y superioridad. 3.- Meterle miedo, diciendo que vendrá el lobo o que si se queda sólo se lo llevará un extraño... Ninguna herramienta más hemos utilizado desde que los seres humanos dejamos de ser primates, porque la razón no siempre convence y razonar conlleva más tiempo, esfuerzo y argumentos tangibles de los que a menudo no disponemos, además de que los otros no siempre van a entender lo que queremos decir.
Así, sin más, queremos que los demás sigan mi única y verdadera religión; queremos que voten a mi partido, porque el de la oposición es lo peor; queremos que todos compren en mi supermercado, porque el dueño del otro es un tirano; queremos que nuestro hijo estudie, porque nosotros no aceptamos la vida que tuvimos sin haber estudiado; queremos que utilicen mi compañía de teléfonos porque la otra abusa mucho de su poder y tarifas; queremos que nuestra pareja tenga el mismo deseo que nosotros, porque si no, el matrimonio no funciona; queremos que el otro hable mi idioma y siga mis costumbres que para eso está en mi país; queremos que todos acepten lo que yo digo, porque sólo yo tengo razón; queremos que los demás hagan lo que yo quiero, simplemente porque es mi necesidad y deseo, o porque yo estoy ya mayor y cansado.
Y así, siempre lo del otro es lo peor. Vinimos al mundo sin nada, y nos creemos dueños absolutos de todo. No aceptamos que el otro puede tener intereses, gustos, necesidades y prioridades diferentes. Pero por si fuera poco, no dejamos a cada cual con su vida e ideas: ¡hemos de meter las narices y decirle que no hace bien!
Y ahora, empiezan las discusiones, los conflictos, las rabietas, los agravios... y se puede llegar a desatar la ira, la violencia verbal, la agresión física y la guerra declarada. Si es entre dos personas, aunque lleguen a salir en televisión, como mucho uno acaba en la cárcel y otro en el cementerio. Pero a menudo, se arrastran masas de personas y países enteros. Se desata la guerra. Todo simplemente porque somos intolerantes.
LEER MÁS...