Hace tiempo que podemos encontrarnos ardillas saltando de árbol a árbol por los parques infantiles, cruzando las calles de manera imprudente, observándonos por los parajes naturales, o incluso, atropelladas en medio la carretera. A veces, estos animales tienen el atrevimiento de practicar sus juegos muy cerca de los seres humanos, pero a la mínima que nosotros nos acercamos, en seguida desaparecen árbol arriba. Lo cierto es que nos tienen más miedo del que nos tienen las palomas, quizá porque nos acaban de conocer y ya han presenciado lo que les hacemos a las palomas, que tantos años llevan con nosotros.
A mí me parece muy bonito ver esa fauna salvaje dando una vida especial a los parques, y más me sorprende su capacidad para adaptarse a una ciudad. “¡Por sí no teníamos bastante con las palomas!”, pueden pensar algunos.
Dicen que las ardillas son una dañina plaga, que son semejantes a ratas, que empiezan a afectar algunas cosechas, o incluso, a las canalizaciones de agua en algunas casitas y urbanizaciones, que acaban roídas. Quizá hay quien piensa que hay que poner veneno o pegarles un escopetazo porque dicen que tampoco tienen depredadores naturales. Quizá igual que ellos han acabado viniendo a nuestras comarcas, con el tiempo sus depredadores u otros, también acaben viniendo, si no han llegado ya, y nos encontremos así con nueva fauna.
Pero parece que empezamos a vivir atormentados por esta plaga, al igual que la de las palomas, que ahora nos las han pintado casi como demonios del aire en las ciudades. Está claro que se cagan en el patrimonio, pero privar estos y otros animales de agua, comida, libertad, etc. tampoco acaba siendo la solución.
Lo cierto es que actuamos como si nosotros fuésemos los propietarios absolutos del planeta, quizá porque nos consideramos la especie más desarrollada. Así, en lugar de adaptarnos al medio, hacemos las adaptaciones necesarias del medio para que este nos resulte más cómodo. Curiosamente, construimos prodigiosas obras, a menudo sin tener en cuenta nuestra propia biología, las fuerzas de la naturaleza o el resto de seres vivientes. No nos importa arrasar bosques, secar fuentes, contaminar ríos, agotar recursos naturales o extinguir especies animales.
De alguna manera, nosotros somos los verdaderos depredadores, la verdadera plaga, que si no nos esforzamos en poner remedio, quizá tras acabar con el planeta, acabaremos destruyéndonos a nosotros mismos.