A menudo la gente habla que la cosa está mal, que con la crisis, no hay trabajo. Seguro que conocemos a algún amigo o familiar que está en el paro; incluso yo mismo estoy viendo peligrar mi trabajo. Así hay empresas que cierran o reducen el número de empleados porque bajan sus ventas; otros porque han acabado endeudadas o algunas porque no han cobrado lo que les debían, o incluso, porque eran subcontratos de la administración pública y esta tiene tantas deudas, que no sabe hacer frente a los pagos. Las empresas poco a poco van agotando las pólizas de crédito de los bancos, que generan intereses que no los pagan los morosos; van reduciendo el personal o la jornada laboral; van pidiendo aplazamientos para el pago de los seguros sociales; van retrasando los pagos de sus gastos; acaban pagando medio sueldo a los empleados; van reduciendo servicios...
A veces podemos llegar a pensar que estas situaciones quedan aún bastante lejos de nuestras vidas, pero lo cierto es que estar fijo en una empresa o incluso ser funcionario, tampoco acaba garantizándonos que las vacas flacas no acaben dentro de nuestra propia casa y se coman nuestro bienestar.
Dicen que hay que ser optimistas, que las vacas flacas no duran para siempre, como tampoco las épocas de vacas gordas que estábamos viviendo en los últimos años, situación que ya se refleja en antiguos libros sagrados. Lo cierto es que esta no parece ser ninguna situación nueva a lo largo de la historia, pero quizá o leemos poco, o poco hemos aprendido a la historia y nuestros antepasados, como si estuviéramos una vez tras otra viviendo las mismas circunstancias sin saber salir de ellas.
Quizá ahora hay que empezar a poner los pies en el suelo y quién sabe si vamos a volver a vivir como hace unos años vivían nuestros padres, de alquiler acabados de casar, comprando los muebles poco a poco; con sólo un coche en casa; compartiendo la vivienda con los suegros, o incluso teniendo los abuelos en casa; subsistiendo a base de garbanzos, lentejas y patatas; viviendo únicamente de un sueldo, generalmente del padre que hacía largas jornadas de trabajo.
Estaba claro que casarse ya con un piso completamente amueblado propio y con todo lujo de comodidades, a pesar de que sea a costa de cuantiosas hipotecas y préstamos, que se añaden a dos o tres vehículos por casa, que utilizamos incluso para ir a comprar pan a la esquina de bajo de casa; viviendo completamente emancipados de los padres y metidos los abuelos olvidados en cualquier asilo; cobrando sin necesidad de trabajar... eran privilegios que no podían durar demasiado.
Debo decir que tengo ganas de trabajar, pero voy con cierto miedo porque veo que se acaba. Quiero ser optimista, pensar que encontraré trabajo, que también me apetece un cambio que me permita no acomodarme demasiado tras años con las mismas rutinas i aprender cosas nuevas. No querría tener que cobrar ninguna prestación de desempleo, que seguramente acabaría con mis ganas de trabajar y quizá poco a poco haría a que fuera acomodándome mientras tuviera prestación y que no me moviese lo necesario para encontrar otro trabajo, si es que queda por algún sitio.