Siempre nos han dicho que a veces una bofetada a tiempo es el mejor remedio para cortar actitudes de los hijos que no gustan a los padres, pero cuando la cosa parece irse de las manos, la única herramienta que conocemos ya es el castigo. Esto es lo que todos hemos aprendido y estas fórmulas se han ido aplicando unas generaciones tras otros, quizá con el convencimiento de que son las únicas herramientas que funcionan en la educación de los hijos.
Pero ha llegado un punto que ese “coscorrón a tiempo”, que incluso te lo podía dar el maestro en la escuela, se ha considerando un atentado contra los derechos del menores y quizá así también se ha perdido esa disciplina y respeto que había antes. Entonces, se recurre al castigo como la segunda y única opción. Pero ¿funciona?. ¿Hemos tenido que castigar más de una vez por un mismo tipo de acción?.
Resulta curioso que los abuelos o los padres, que sufrieron hambre y calamidades o falta de recursos, se dijeran a sí mismos “que mi hijo no sufra lo que yo padecí y tenga de todo”. Así, quizá de alguna manera también contribuyeron a sumergir los hijos en el consumismo, que junto a la indisciplina... Pero ¿qué pasa con el carácter, con los afectos, con las relaciones?. ¿A nadie le preocupa que no haya un cambio, una mejora, que nuestro hijo no sufra las mismas huellas en su personalidad?.
Quizá a menudo deberíamos probar otras herramientas, que tal vez nadie las aplicó en nosotros. Así, en lugar de medirlo con el hermano o el vecino, o menospreciando la falta de alguna aptitud, podríamos respetar su diferencia, reforzando sus aptitudes, ayudando a adquirir nuevas... En lugar de castigar ante las malas actitudes, podríamos probar recompensando las buenas. Una recompensa no es comprarle siempre algo al niño, sino una sonrisa, una muestra de alegría, unas palabras de satisfacción, una palmadita en la espalda, un reconocimiento delante de otros... Cosas muy baratas.
Quizá así nos han enseñado más a menospreciar que a elogiar los otros; a ser más fuertes, acorazando la sensibilidad, antes que mostrar los sentimientos; a ser dominadores en lugar de sumisos; a aparentar lo que no somos, porque también tenemos siempre al otro como punto de referencia para pasarle delante, ser más que él o imitarlo, paradójicamente convirtiéndose así en dominadores dominados, en almas de paja detrás de grandes murallas de castillo.
Es momento de plantearse cambios.