Dicen
los románticos que persiguen las utopías, que la diversidad es enriquecedora,
pero en realidad, la diversidad es fuente de los mayores conflictos. Tenemos
diversidad racial, diversidad cultural, diversidad política, diversidad de
opinión, diversidad de marcas... Pero en realidad, todos tenemos un fondo (o no
tan fondo, sino algo más en la superficie) de intolerantes.
Por
ejemplo, para empezar, a menudo no respetamos las opiniones y el deseo de los
hijos, sobre los que queremos que hagan esto o aquello otro. ¡Nosotros somos
los adultos! ¡Nosotros mandamos! ¡Se hace lo que yo digo! ¡Vámonos a casa! Y el
niño quiere jugar en el parque.
¿Qué
podemos hacer para que el niño haga lo que yo quiero? 1.- Castigarlo, abusando
de nuestro poder y superioridad. 2.- Darle un azote, volviendo a abusar de
nuestro poder y superioridad. 3.- Meterle miedo, diciendo que vendrá el lobo o
que si se queda sólo se lo llevará un extraño... Ninguna herramienta más hemos
utilizado desde que los seres humanos dejamos de ser primates, porque la razón
no siempre convence y razonar conlleva más tiempo, esfuerzo y argumentos
tangibles de los que a menudo no disponemos, además de que los otros no siempre
van a entender lo que queremos decir.
Así,
sin más, queremos que los demás sigan mi única y verdadera religión; queremos
que voten a mi partido, porque el de la oposición es lo peor; queremos que
todos compren en mi supermercado, porque el dueño del otro es un tirano;
queremos que nuestro hijo estudie, porque nosotros no aceptamos la vida que
tuvimos sin haber estudiado; queremos que utilicen mi compañía de teléfonos
porque la otra abusa mucho de su poder y tarifas; queremos que nuestra pareja
tenga el mismo deseo que nosotros, porque si no, el matrimonio no funciona;
queremos que el otro hable mi idioma y siga mis costumbres que para eso está en
mi país; queremos que todos acepten lo que yo digo, porque sólo yo tengo razón;
queremos que los demás hagan lo que yo quiero, simplemente porque es mi
necesidad y deseo, o porque yo estoy ya mayor y cansado.
Y así,
siempre lo del otro es lo peor. Vinimos al mundo sin nada, y nos creemos dueños
absolutos de todo. No aceptamos que el otro puede tener intereses, gustos,
necesidades y prioridades diferentes. Pero por si fuera poco, no dejamos a cada
cual con su vida e ideas: ¡hemos de meter las narices y decirle que no hace
bien!
Y
ahora, empiezan las discusiones, los conflictos, las rabietas, los agravios...
y se puede llegar a desatar la ira, la violencia verbal, la agresión física y
la guerra declarada. Si es entre dos personas, aunque lleguen a salir en
televisión, como mucho uno acaba en la cárcel y otro en el cementerio. Pero a
menudo, se arrastran masas de personas y países enteros. Se desata la guerra.
Todo simplemente porque somos intolerantes.