Hemos conseguido sobrevivir al tsunami, al terremoto, a la lluvia de meteoritos, a la erupción del volcán, a la colisión del asteroide, a la ola de radiación cósmica, a la aniquilación tras la invasión extraterrestre, a la Inquisición, a la guerra mundial, a la bomba atómica, a la gripe A, al desempleo, a los robos, a los desahucios, a las rupturas conyugales, a la corrupción de los políticos, a la bajada de los sueldos, al cambio de gobierno, a la subida de la gasolina, del IVA y de la luz, y por supuesto, a las profecías que desde hace siglos anuncian el fin del mundo.
Parece ser que el mundo no se ha acabado, según vaticinaban los seguidores del calendario precolombino. ¡Una lástima!. El mundo sigue y hay que apechugar con él. Y si esperamos que llegue a su fin, porque no nos gusta lo que hay, es el momento de empezar a cambiarlo. Eso, sin duda, es cosa de todos.
Otros afirman que sin embargo, el fin del mundo no es tal sino un cambio de ciclo, en el que a golpe de crisis, han de cambiar las maneras de relacionarnos entre las personas y nuestras escalas de valores. Ahora bien, si efectivamente vamos camino de un cambio, yo sólo veo dos opciones de cambio posibles: Un mundo dominado por la economía de los mercados y las grandes empresas multinacionales, en el que sólo haya gente muy rica y otra muy pobre; o por el contrario, un mundo en el que las personas busquen el bien común y desde la igualdad, se ayuden las unas a las otras.
¿Qué clase de mundo quieres?. Si eliges la primera opción, ¿Crees que vas a formar parte de la clase rica y dominante?. Por mi parte, creo que la segunda opción es la más viable, pacífica y sostenible. ¿Te quieres sumar al cambio o prefieres seguir esperando con resignación el próximo fin del mundo?.